Hasta el siglo XII la cultura había sido patrimonio casi exclusivo del clero.
Los monasterios guardaban celosamente todo el saber en sus bibliotecas, y la iglesia ejercía y controlaba la docencia desde las escuelas abaciales o episcopales.
Pero junto al crecimiento de las ciudades, la aparición de los burgueses y la búsqueda de nuevas libertades, aparece también la necesidad y el interés por la cultura.
Esa necesidad hizo que las antiguas escuelas resultaran insuficientes y poco atractivas para los nuevos intereses culturales. Nacieron así las universidades que, bajo la tutela del poder real o eclesiástico, fueron para las ciudades y sus habitantes motivo de orgullo y de prestigio como, en otro sentido, lo fueron las grandes catedrales.
Las universidades surgieron como agrupaciones corporativas de profesores y alumnos, deseosos de solucionar los problemas que el gran número de personas que las configuraban podían generar. Esas corporaciones ejercían un control en la entrega de títulos y en el trasiego de estudiantes.
Cada universidad tenía sus propios estatutos y un gobierno autónomo que le permitía administrar sus rentas o diseñar los planes de estudio.
Algunas fueron tan famosas que recibían estudiantes de diferentes naciones y lenguas, sin que eso supusiera problemas de entendimiento, ya que las clases se impartían en latín, que era la lengua culta.
Los grados o títulos que expedían eran validos en toda Europa.
La institución universitaria estaba formada por las diferentes facultades.
La de Arte (artes liberales) tenía como misión preparar a los estudiantes que más tarde seguían sus estudios en las facultades de Derecho, Teología o Medicina.
El gobierno de cada universidad estaba a cargo de la asamblea de profesores, presidida por el Rector.
Durante el siglo XIII destacaron las de Paris en Francia (que fue modelo de muchas otras); Bolonia en Italia (destaco por sus estudios de Derecho Romano); Oxford y Cambridge en Inglaterra; y la de Salamanca en España, fundada por Alfonso IX de León a principios de siglo y reconocida por una Bula de Inocencio IV en 1254.